Una vez al año viajo a Madrid en busca del cariño de mi padre. Ya lo sé, suena ñoño, pero es así. Hace cuatro años se mudó con su esposa (mi madrastra, aunque suene terrorífico no lo es) a un pueblo perdido en Madrid. Desde entonces va de pueblo en pueblo. Un año vive en Valdemorillo y otro en Valdilecha. Empiezo a pensar que le gustan los pueblos que comienzan por “val”.

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El caso es que cuando regreso a mi querida Málaga, MADRE MÍA. Es solo en ese trayecto cuando me doy cuenta de que por más que viaje a cualquier rincón del mundo, Málaga me recibe con esa alegría tan suya, con ese olor a mar, con ese acento tan especial… Nuestro…

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Creo que me uno a esas personas que en un futuro quieren vivir fuera de su tierra. Pero después, por lo menos alguna vez al año, tendré que venir a pisar mi tierra. A que la humedad y el viento frío malagueño me digan “oye, vamos a por unos churritos con chocolate”.

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Me encanta pasear por el centro y que casi me atropelle un taxi o un camión de basura. Me encanta ir a la playa en verano cuando es de noche y solo se escucha el sonido de las olas. Me encanta madrugar y tener todo el día para ir a cada sitio de la capital por muy visto que lo tenga.

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El otro día fui a desayunar a La Malagueña con mis amigas Alexandra y Marta. Nos sentamos dentro, en una mesa para cuatro, aunque fuéramos tres. Fuimos a una churrería porque queríamos churros con chocolate, sí. Bueno, Ale no. Pidió un pitufo vegetal con un café doble. Marta y yo pedimos churros y chocolates para dos. El camarero, con las prisas, no nos dio tiempo para que le dijéramos cuántos churros ni nada.

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En fin, el desayuno muy rico y calentito. Aquella mañana el centro estaba más desierto de lo que esperábamos. Recuerdo que era la mañana de un martes. O la gente malagueña está teletrabajando o están disfrutando de un buen desayuno y del viento malagueño, que rara vez aparece.